¿Cuán cruel puede ser la vida? ¿Y el fútbol? Los ejemplos históricos nos dicen que mucho. Generalmente no nos damos cuenta de las implicancias que algunas palabras tienen y el abuso que de ellas hacemos en el mundo del fútbol. “¡Partido de vida o muerte!”, titulan los diarios. “¡El campo de juego será un campo de batalla!”, sentencian los micrófonos de las radios. ¿Qué es más definitivo que la muerte? Ciertamente nada. ¿Y qué puede ser verdaderamente menos definitivo que el fútbol?
En eso estamos: en el camino de la
desdramatización de este deporte. ¿Nos apasiona?, sí por supuesto. Pero que
también nos debe llevar a poner en discusión el discurso de la fatalidad, el
discurso del dramatismo. Ese discurso que ha elevado a los límites de lo
inimaginable el componente naturalmente explosivo del fútbol y que puede servir
para explicar en parte la violencia que ha generado. Gran parte de esto recorre
la siguiente historia. Trágica, cruel, dramática, real.
El día que Brasil lloró: documental sobre la final de 1950.
El “Maracanazo” fue la tragedia
futbolística más grande de la historia. Medité la utilización de la palabra
“tragedia” conforme a lo que venía diciendo en los párrafos anteriores. Decidí
usarla porque así vivió el pueblo brasileño aquella derrota. Hasta tal punto
fue así que, según cuenta la leyenda, el capitán uruguayo Obdulio Varela
caminando disfrazado esa noche por las calles de Río de Janeiro pensó en
devolver la copa, ante el llanto de cada brasileño que se cruzaba.
La prensa predecía la coronación brasileña. |
Ese día (16 de julio de 1950), Brasil y
Uruguay definían el 4° Campeonato del Mundo. Cerca de 200 mil espectadores (algunos
afirman que más, otros que menos) en su mayoría brasileños, asistieron al
estadio simplemente para festejar más de cerca con los once que salían a la
cancha. El clima creado en la previa era de triunfalismo total, no podía haber
lugar ni para la más mínima esperanza uruguaya. “Con llegar a la final ya han
cumplido, traten de no comerse seis goles”, dijo un dirigente uruguayo en el
vestuario. Obdulio Varela fue el primero que no se resignó a perder por pocos
goles: “no miren para arriba, somos once contra once, los de afuera son de palo”.
Fue el comienzo de la hazaña.
Ni
bien comenzó el segundo tiempo el delantero Friaca puso en ventaja a los
locales. La explosión del gol se escuchó en toda la ciudad. La avalancha de los
brasileños era inminente y la lluvia de goles ya se avecinaba sobre el arco
uruguayo. Varela se comió los siguientes 8 minutos al gol, con reclamos
al árbitro por un off-side que -sabía- no había ocurrido. El Maracaná bajó los decibeles
y fue el momento de Uruguay. Primero Schiaffino con un remate fulminante, luego
Ghiggia con una pelota que se escurrió por debajo del cuerpo del arquero Barbosa. El silencio fue total. Pocas veces sobre la faz de la tierra tantos
miles de personas reunidas lograron permanecer tanto tiempo en el más absoluto
quietismo. "Fue la primera vez en mi vida que escuché algo que no fuera
ruido. Sentí el silencio", dijo Juan Alberto “el Pepe” Schiaffino.
Alcides Ghiggia comenta el gol decisivo en 1950.
El fantasma del exitismo buscaba
incansablemente un culpable por cada recoveco del estadio. Primero se acercó al
alcalde de la ciudad que había dado la bienvenida al equipo local cuando
ingresaba al campo de juego: "Ustedes, brasileños, que en pocas horas
serán aclamados por millones de compatriotas. Ustedes, a los que ya saludo como
vencedores". Bien podría haber sido Jules Rimet (presidente de FIFA) que
ya había escrito el discurso triunfal para los campeones de camiseta amarilla y
que tuvo que guardarlo en lo profundo del bolsillo de su traje. Luego buscó culpables
entre el público. Lo pensó pero se retiró. Demasiado castigo para un pueblo que
no encontraba consuelo en la derrota. Finalmente, ya cansado y sin esperanzas
de encontrar al culpable, eligió al de la gorra en la cabeza, ese de los
guantes, ese parecía ser el ladrón que se había robado el campeonato de los millones de brasileños.
Barbosa con la del Vasco da Gama. |
Moacir Barbosa fue el encargado de custodiar el arco del equipo local que se preparaba para alzar la Copa del Mundo por primera vez. Y bien que estaba cumpliendo con su papel: cuatro goles en contra en cinco partidos jugados antes de la final, en un equipo que goleaba y vapuleaba a los rivales. Barbosa no era un arquero cualquiera. Fue un fuera de serie en Brasil, considerado uno de los mejores de la historia su país. Consolidado en su equipo Vasco da Gama, había logrado ya varios títulos en su carrera antes de 1950: el Campeonato Carioca en 4 oportunidades y hasta el Campeonato Sudamericano de Campeones en 1948, el antecesor de la Copa Libertadores de América.
Pero esa tarde de julio de 1950 todo
cambiaría para Barbosa. El remate de Ghiggia que se coló por debajo decretó el veredicto
de culpabilidad del arquero que lo acompañaría hasta el último de sus días. "Llegué
a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina, pero escuché el
silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás.
Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro del arco, un frío
paralizante recorrió todo mi cuerpo y sentí de inmediato la mirada de todo el
estadio sobre mí", confesó más tarde. La sentencia del público, los medios
y el ambiente futbolístico de Brasil fue inapelable.
"Barbosa", del artista uruguayo Tabaré Cardozo.
El fantasma del Maracaná lo perseguía por
todos lados: en las calles de la ciudad, al tomar el colectivo, en el mercado
de compras. Una vez, al entrar a un local una madre le dijo a su hijo: “este
hombre hizo llorar a todo el Brasil”. El mote de “mufa” o “mala suerte” tampoco
lo dejaba en paz. En 1993, durante las Eliminatorias para el Mundial de Estados
Unidos, Barbosa quiso visitar a la selección brasileña en la concentración previa
a un partido. “Que se vaya y no vuelva más”, fue la respuesta del cuerpo técnico
que encabezaba Carlos Alberto Parreira.
"La pena máxima en Brasil por un delito son treinta años, pero yo he cumplido condena durante toda mi vida por un delito que no cometí". El 7 de abril del 2000 Moacir Barbosa Nascimento fallece a los 79 años de edad sumergido en la más absoluta miseria, apenas con el ingreso de una pensión que le había otorgado su club Vasco da Gama. Murió como vivió, olvidado e ignorado. Ningún diario se hizo eco de su muerte y no más de 50 personas asistieron a su entierro.
"La pena máxima en Brasil por un delito son treinta años, pero yo he cumplido condena durante toda mi vida por un delito que no cometí". El 7 de abril del 2000 Moacir Barbosa Nascimento fallece a los 79 años de edad sumergido en la más absoluta miseria, apenas con el ingreso de una pensión que le había otorgado su club Vasco da Gama. Murió como vivió, olvidado e ignorado. Ningún diario se hizo eco de su muerte y no más de 50 personas asistieron a su entierro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario